Estar inmersos en la era tecnológica nos ha hecho descubrir un mundo lleno de posibilidades, de aventuras, conocimientos, información y sobretodo información que pasa frente a nosotros y se actualiza a cada minuto.
El mayor inconveniente en estos tiempos es saber organizar y clasificar la información que recibimos desde todos los medios, una gran parte del "SISTEMA" de información en el que se encuentran las personas, está manipulado y enfocado en un fin que es influenciar los pensamientos de las personas, así controlar sus emociones y hasta sus actos en la sociedad.
No pretendemos seguir los pasos ni formar parte de ese "sistema" y seguir PROGRAMANDO la mente de las personas para un fin marketero. Lo que pretendemos es que usted tome conciencia de lo que significa estar atravesando por la mejor etapa del Siglo XXI y apalancarse con toda la información para que alcance su superación personal.
La superación personal implica que usted sea inteligente emocionalmente. Esto quiere decir que primero debe entender y conocer sus emociones, que la vida se trata también de emociones. El primer paso que vamos a dar para contribuir e influenciar en las personas es fortalecer la inteligencia emocional en cada uno de ellos.
A continuación le brindamos a usted un texto que ha sido extraído de Internet y que muestra claramente lo que pasa cuando las personas no entienden de emociones, cabe señalar que el texto "Papá olvida" fue creado mucho antes de la existencia de la Internet y de la Era Smarth, sin embargo queda claro que en todo tiempo no ha primado la educación emocional en las personas o al menos los centros "educativos" no han primado la enseñanza en función a la inteligencia emocional sino que ha primado siempre la educación orientada a un fin de no permitir la superación y el alcance del éxito en todas las personas.
Puede ser, decir y hacer lo que usted desee pero al final lo que lo define es COMO TRATA USTED A LAS PERSONAS.
Papá Olvida
Escucha,
hijo: voy a decirte esto mientras duermes, una manecita metida bajo la mejilla
y los rubios rizos pegados a tu frente humedecida.
He
entrado solo a tu cuarto.
Hace unos minutos, mientras leía mi diario en la
biblioteca, sentí una ola de remordimiento que me ahogaba. Culpable, vine junto
a tu cama.
Esto
es lo que pensaba, hijo: me enojé contigo.
Te
regañé porque no te limpiaste los zapatos. Te grité porque dejaste caer algo al
suelo.
Durante
el desayuno te regañé también. Volcaste las cosas. Tragaste la comida sin
cuidado.
Pusiste
los codos sobre la mesa. Untaste demasiado el pan con la mantequilla. Y cuando
te ibas a jugar y yo salía a tomar el tren, te volviste y me saludaste con la
mano y dijiste: “¡Adiós, papito!” y yo fruncí el entrecejo y te respondí: “¡Ten
erguidos los hombros!”
Al
caer la tarde todo empezó de nuevo. Al acercarme a casa te vi, de rodillas,
jugando en la calle. Tenías agujeros en las medias. Te humillé ante tus
amiguitos al hacerte marchar a casa delante de mí.
"Las
medias son caras, y si tuvieras que comprarlas tú, serías más cuidadoso".
Pensar, hijo, que un padre diga eso.
¿Recuerdas,
más tarde, cuando yo leía en la biblioteca y entraste tímidamente, con una
mirada de perseguido? Cuando levanté la vista del diario, impaciente por la
interrupción, vacilaste en la puerta.
“¿Qué
quieres ahora?”, te dije bruscamente.
Nada
respondiste, pero te lanzaste en tempestuosa carrera y me echaste los brazos al
cuello y me besaste, y tus bracitos me apretaron con un cariño que Dios había
hecho florecer en tu corazón y que ni aun el descuido ajeno puede marchitar.
Y
luego te fuiste a dormir, con breves pasitos ruidosos por la escalera.
Bien,
hijo: poco después fue cuando se me cayó el diario de las manos y entró en mí
un terrible temor. ¿Qué estaba haciendo de mí la costumbre?
La
costumbre de encontrar defectos, de reprender; ésta era mi recompensa a ti por
ser un niño. No era que yo no te amara; era que esperaba demasiado de ti. Y
medía según la vara de mis años maduros.
Y hay
tanto de bueno y de bello y de recto en tu carácter. Ese corazoncito tuyo es
grande como el sol que nace entre las colinas.
Así
lo demostraste con tu espontáneo impulso de correr a besarme esta noche. Nada
más que eso importa esta noche, hijo. He llegado hasta tu camita en la
oscuridad, y me he arrodillado, lleno de vergüenza.
Es
una pobre explicación; sé que no comprenderías estas cosas si te las dijera
cuando estás despierto.
Pero
mañana seré un verdadero papito. Seré tu compañero, y sufriré cuando sufras, y
reiré cuando rías. Me morderé la lengua cuando esté por pronunciar palabras
impacientes. No haré más que decirme, como si fuera un ritual: “No es más que
un niño, un niño pequeñito”.
Temo
haberte imaginado hombre.
Pero
al verte ahora, hijo, acurrucado, fatigado en tu camita, veo que eres un bebé
todavía. Ayer estabas en los brazos de tu madre, con la cabeza en su hombro.
He
pedido demasiado, demasiado…